1. Mientras me dirijo a vosotros con alegría y afecto con ocasión de nuestra tradicional cita anual, conservo en los ojos y en el corazón la imagen sugestiva de la gran "Puerta" en la explanada de Tor Vergata, en Roma. La tarde del 19 de agosto del año pasado, al comienzo de la vigilia de la XV Jornada mundial de la juventud, con cinco jóvenes de los cinco continentes, tomándonos de la mano, crucé ese umbral bajo la mirada de Cristo crucificado y resucitado, como para entrar simbólicamente con todos vosotros en el tercer milenio.
Quiero expresar aquí, desde lo más íntimo de mi corazón, mi agradecimiento sincero a Dios por el don de la juventud, que por medio de vosotros permanece en la Iglesia y en el mundo (cf. Homilía en Tor Vergata, 20 de agosto de 2000).
Deseo, además, darle vivamente las gracias porque me ha concedido acompañar a los jóvenes del mundo durante los dos últimos decenios del siglo recién concluido, indicándoles el camino que lleva a Cristo, "el mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13, 8). Pero, a la vez, le doy gracias porque los jóvenes han acompañado y casi sostenido al Papa a lo largo de su peregrinación apostólica por los países de la tierra.
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